Estaba chorreándome con una pera y me acordé que, cuando éramos chicas, con mi prima comíamos peras, sin parar, para hacer "cepillitos" (así le decíamos al cabo que termina desflecado entre las semillas). De ésta que acabo de comerme no dejé ni el pincelito interior, era tan jugosa que no quería seguir enchastrándome y la mastiqué con semillas y todo... A lo que iba, esos cepillitos nos servían luego para pintar con témperas, en el suelo de la galería de la casa de mi abuela en San Vicente. Quizá a mí se me ocurrían esta clase de juegos tan inocentes, como el de hacer cepillitos de peras, porque mi prima me lleva cuatro años, así que supongo que sería ella la que proponía los juegos más tenebrosos, como enterrar una gallina muerta en el gallinero del fondo de mi abuela, hacerle una cruz de palo y leerle la biblia.
Pero, ¿quién sabe? a lo mejor era yo la de las ideas fúnebres... Pienso esto en el momento en que me entristece una muerte triste, de vejez vieja y miserable, de soledad: conocí a un hombre que al final de sus días sólo tenía a su mujer, su amor adulto y pleno después de los hijos de ella y la soltería de él. En los últimos años de vida, él sólo se dedicó a cuidar a su mujer demente de senilidad. Y ella sólo lo quería a él, sólo a él lo necesitaba en su residencia de ancianos, cada jueves. Sólo a él lo llamaba por su nombre. Ni a sus nietos, ni a sus hijos, sólo quería que él la tomara la mano, un ratito, y la acariciara. Un día él murió solo, sólo él y el PAMI, en un hospital pobre, y nadie lo reclamó. ¿Quién podría saber, en ese hospital y, luego, en la morgue, que una mujer espera cada jueves con ansias adolescentes a ese hombre del cual sólo queda este despojo de carne?. Cuando pase un jueves y otro jueves y otro jueves sin él, ella se preguntará (hasta el día de su muerte se preguntará entre tinieblas seniles) por qué la ha abandonado. Y a pesar de tanto amor, tanta imposibilidad: ella ya no puede hacerle nunca una cruz de palo de gallinero.
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