He necesitado una dosis de Janis en mi oreja. Janis Joplin -como en cada momento difícil que exige coraje-, Janis para tragar, o mejor dicho, para escupir sangre indigesta. Sandra Russo terminaba su columna del sábado en Página 12 reclamando que "la derecha dejara de ser intelectualmente tan pobre, y enunciara claramente su noción del derecho a la vida más allá del derecho de los 'particulares'. No es un tema menor, en un país tan proclive a la sangre".
Las vísceras argentinas despreciadas se nos atragantan (sí, a los que no vivimos allí también; sí, a muchos de los que elegimos otro país para residir, también). Siento el exabrupto entre paréntesis, pero... es que tantas veces, los que vivimos fuera nos vemos obligados a explicar el "abandono" entre comillas, a pedir perdón a alguien que se considera damnificado por nuestra partida o a reclamar nuestro derecho a decir lo que se nos canta, cuando se nos canta, desde donde se nos canta... Insisto: tengo tanto derecho como el que se pone escarapela y quema cubiertas en la ruta, o el que putea al que hace humo negro y paraliza el tráfico (sin bajar mucho la ventanilla, no sea que se me meta el rumano en el coche) y tanto como cualquier opinador de la tele.
Párrafo de quizá innecesarias vueltas por medio, debo decir, decirme (esto suena a pura catarsis) que claro que sé que es casi un clishé volver a editorializar sobre el espíritu de una nación simbólicamente nacida en el matadero, o sobre el escaso valor de la vida en las pampas, o lo que arde, lo que duele, lo que revuelve las tripas, que en mi país la policía mate a un maestro de un tiro en la nuca.
He demorado en gritarlo, quizá creí que la reiteración hacía trivial la miseria... Pero ayer, por pura casualidad, caí en las "Ficciones" de Borges y releí "El fin", un cuento escalofriante, un preludio bello a la certeza de la cifra de la muerte en la pampa. Leí "la llanura, bajo el último sol, era casi abstracta", suspiré, volví sobre esa línea, la leí en voz alta, me incliné ante el maestro, y continué hasta el duelo de Fierro y el negro, en la Pulpería, con la geometría del paisaje de fondo. Cierra Borges, brillante y doloroso: "Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho, era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre".
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