Apenas maza y serrucho, azulejo despejado. El baño estaba vacío. Ariela había preparado el escenario para Mustafá, el fontanero. Sin toallas, cada “señora” retumbaba, quedaba vibrando como un muelle metálico. Sin cepillos de dientes, ni peines, ni botes de crema o desodorante a la vista, cada ángulo recto se volvía más amenazante, más abstracto, más solitario. El único contrapunto del atardecer lo daban esos dos seres que desconfiaban el uno del otro, encerrados en una casa con olor a moho.
Ariela abrió el bolso de trabajo que Mustafá había dejado en el pasillo, buscó el teléfono del hombre y lo guardó en uno de los bolsillos de su delantal, recogió los dos juegos de llaves de su casa y las puso en el bolsillo de la pechera, reforzada por dos zanahorias y una cebolla de plástico brillante y resquebrajado. Salió. Y desde fuera, cerró con una vuelta de llave.
Ariela abrió el bolso de trabajo que Mustafá había dejado en el pasillo, buscó el teléfono del hombre y lo guardó en uno de los bolsillos de su delantal, recogió los dos juegos de llaves de su casa y las puso en el bolsillo de la pechera, reforzada por dos zanahorias y una cebolla de plástico brillante y resquebrajado. Salió. Y desde fuera, cerró con una vuelta de llave.
No hay comentarios:
Publicar un comentario