Nunca he bailao flamenco, jamás he intentado un solo paso de esa coreografía con tanta polenta, y tan sensual. Andalucía me puede, ni hablar de la Córdoba española y las bailaoras que uno admira en cualquier tablao cordobés. Quizá sea esa gracia andaluza la que me genera tanto respeto como como para no atreverme a una jodía parodia. Lo que sí, en lo que sí me considero una experta es en el arte de tropezar. Mi coreografía más ensayada es la del tobillo doblado, con o sin estruendo. Me he caído miles de veces en la calle. He tropezado con cordones, bordillos y escalones. Pero esta vez, la última, ha sido de antología y lo que es mejor (aun con el dolor de gamba que todavía conservo) es este acercamiento al arte gitano que semejante tropiezo me ha proporcionado.
Ayer, saliendo de un restaurant, en la Gran Vía de Madrid, he volado sin red, y he ido a caer a los mismísimos pies de Joaquín Cortés, quien -tras un españolísimo "Ahiva"- se ha inclinado a levantarme y a preguntarme si me había hecho daño (gentileza infinita)... El bochorno, mi bochorno, no impidió que aquello se convirtiera en mi debut en territorio flamenco, literalmente del brazo del bailaor.
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