No habrá una guitarra en casa, por ahora.
Durante largo tiempo, la silueta de la Gibson me ha serenado.
Sobrio, tan sobrio, su perfil me salvó de la locura. Las clavijas de siempre, las cuerdas nuevas y, asomándose entre ellas, los sobrecitos blancos que nos protegían de la humedad que no hay en Madrid.
La Gibson fue un punteo de clip-clap, casi inaudible, de madrugada, y fue un riff furioso, también.
Hace poco se convirtió en teclas y digitalidades. Cuando yo ya no buscaba amparo en ese mullido y portátil hogar carmesí del interior del estuche, ella se convirtió en teclas y leds.
Se me acaba la cuerda, acomodo el sobrecito del polvo anti-humedad, cierro el estuche, clap, conozco la armonía de movimientos de cada bisagra metálica, escucho el juego en tres tiempos. Cierro los ojos y describo mis movimientos, intento dar con las palabras que deja el tacto, mis dedos sobre el traste.
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