viernes, noviembre 09, 2007

asociación libre (no necesariamente correcta)

Hablábamos de ir a El Bulli. Discutíamos sobre la posibilidad de hacer una reserva en el exclusivo restaurant catalán... para dentro de cuatro o cinco años (seguramente, el primer hueco libre) juntaríamos los trescientos y pico de euros que sale el menú, por cabeza, y así probaríamos las exquisiteces en forma de mousses del cielo y verduras etéreas. Igual que los afortunados que salieron sorteados en la Dokumenta de Kassel y pudieron sentarse en el refugio montañés de Ferrán Adriá a debatir si la comida cuenta como arte. ¿Puede ser arte una necesidad fisiológica, básica, de supervivencia... ? Alguien confesó haber sentido el paraíso en su boca al comer una tortilla de patatas deconstruida de Adriá.
Insistí en llamar a El Bulli, pero ella expresó una reserva (moral): "No sé, no sé. No se trata del dinero... pienso en la frivolidad que representa gastarse cuatrocientos o quinientos euros en un plato, por sublime que sea".
Desistimos.
En el informativo, como siempre, los cuerpos negros disecados al sol en barcazas rodeadas de agua salada. Da lo mismo que sea agua de mar o arena del desierto lo que hay entre África y Europa: los cueros se deshidratan y llegan secos a la playa.
En mi locura bulle otra sopa: la cocinera de la pesadilla explica, como al pasar, que el plato no se completa sin el sabor que le da un trozo de piel humana. Y allí vemos al hombre-condimento: un tipo paliducho y tembleque, que no para de balbucear. Todos callamos... ¿quién va a poner en duda la palabra de la chef y el modo en que la gastronomía nos da placer?
Desvelada, me pregunto cuánto tiempo de horror me costó olvidarme de los relatos de mi amigo sobre el manjar oriental de sesos tibios de mono, servidos en su propio cráneo. ¿Cuántas costeletas dejé en el plato, de niña, porque las arcadas de imaginar la sangre y sentir el desgarro de los tejidos vivos en mi propia boca me impidieron seguir comiendo?
Ayer al mediodía, mientras intentaba masticar un pollo baboso con almendras en el Restaurant Chino, no pensé en la carne, ni en el hombre, ni en el pollo y, sin embargo, no conseguí disfrutar de un solo bocado. Entonces me pregunté si el destino ineludible en Occidente sería el de volvernos tan obedientes (y excéntricos) con el placer.
Sólo comí almendras.
Fui al teatro, a ver el Ensemble Modern de Frankfurt y allí escuché a Edgar Allan Poe en la parábola de la "Sombra", leida por Heiner Müller: "Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distinamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad: y, sobre todo, por ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba".

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