Un río cristalino. Allí nos bañamos. El agua no alcanzaba para nadar, sólo para hacer la plancha panza al aire. Así que flotamos, y nos reímos, porque el agua no nos tapaba ni el pupo. Y si estirábamos el brazo, dejándolo caer hacia el fondo, tocábamos la arena con el codo, arena gruesa, de río de montaña. Si nos poníamos de pie, el agua nos daba abajo de la rodilla, o a mitad de la rodilla, parados justo en el centro del cauce.
Eso suele pasar en los ríos cordobeses: son playitos de costa a costa. Lo de costa es, por cierto, un modo elegante pero improbable de decir orilla, oría, orisha. Porque una costa en toda ley es difícil de encontrar en esos arroyos engordados con agua de la creciente, en verano. Yo había ido a visitarte, poco ilusionada, más bien escéptica y despreocupada. Sólo a estar a tu lado en los ratos en que pudieras prestar atención a alguna conversación, prestarme atención, acariciarme al paso. También a ser paciente durante todos los otros ratos, los de tu ausencia solitaria o acompañada, los de tu ausencia presente, los de tu ausencia ausente, los del teléfono, los de las miradas vacías, los de la apática lucidez. Tu casa no era tu casa, podría jurar que las escaleras eran más amplias y laberínticas, pero luminosas, y había un patio al que daban todas las ventanas. Tu ciudad era un pueblo con río en lugar de avenida, con sol de verano cordobés, una plaza pueblerina y otra casa llena de gente, enfrente de la plaza, y de ahí a tu casa, íbamos y veníamos. Quizá te mudaste. En mis sueños sé dónde vives ahora.
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