He retenido para siempre la imagen de la familia del destituido Sha de Persia, sentada en un sofá, el decorado cargado, en foto color, a doble página, en la revista Gente... ¿sería el '77?
Años después, asocié esas postales que había conservado mi cabecita casi infantil con la revolución islámica en Irán y con todo lo que siguió. Esas fotos en papel ilustración que habían recorrido el mundo preludiaban todo el desaguisado posterior... la imposición de las leyes musulmanas, la ira de los imanes con los laicos de al lado, es decir, con Saddam y los iraquíes, la guerra sangrienta, los affaires de ventas cruzadas de armas, y, por fin, Irán convertido en polvo, el polvo y las mujeres de negro que vemos en el cine de Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf y sus talentosas hijas.
Ayer, sin embargo, mi vínculo con Irán se hizo más sólido (por lo sentimental): conocí a Marjane Satrapi -quizá tardíamente, porque sabía que ella era una historietista e ilustradora respetada desde hace años-. Pero como no soy comiquera, Marjane tuvo que llegar al cine para que yo reparara en ella. Y ayer me conmoví con Persépolis, la película que Satrapi hizo sobre la novela de su existencia en viñetas. Me reconocí en su trayectoria vital, desde la infancia marcada por la dictadura a la adolecencia encorsetada por los mandatos religiosos y autoritarios, la huida a Europa en los '80, la seducción del nihilismo, las revelaciones sociales en la era post-punk, los sentimientos de culpa con la historia que quieres dejar pero que te tironea, la deuda con los muertos cercanos, la vuelta al país de las persecuciones y el nuevo punto de fuga en la adultez, la toma de distancia, en la búsqueda de la propia identidad, que seguramente lleva la libertad.
Tan lejos y tan cerca. Las chicas en Irán y en Argentina. Irán y Argentina. Tan felices y tan martirizadas. Tan vitales. Tan eternamente irredentas.
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