domingo, mayo 06, 2007

la vida


Ambos han olido muerte.
El funeral es de una irrealidad comprensible en estos casos: parece que no hay otra manera de participar de nuestras propias tragedias con naturalidad. No acertamos, asistimos a ellas, las olemos, olemos la carne podrida y vemos destellos de luz a través del hierro apretado de nuestras sienes.
Los que lo organizan, asisten a un entierro que luego recordarán como una película a la que le falta continuidad, a la que se le han quitado fotogramas, porque hay apariciones súbitas y desapariciones inexplicables, de cosas, de gentes, de vendedores de parcelas de cementerios, de traductores, de máquinas de escribir partidas de defunción, de amigos, de ataúdes, de ataúdes cerrados...
Pasan los años. El prado del cementerio deja de recordar resquicios de tierra sin hierba, la tierra se apisona y todo crece parejo, al mismo ritmo, incluso las flores.
Ambos dejan de ir al cementerio.

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