Dos mujeres arrastran dos maletas, multiplicás dos orgasmos por uno, bebés dos copas de un buen vino de Toro al cuadrado, rojo y denso, dormís lo suficiente como para que algún sueño inquietante y pringoso se te cuele todo el santo día. Sobre esa moqueta onírica (grisácea, rala, de las que hacen chispas de tanto nylon), un David Lynch de dos horas y pico se te adhiere como chicle recién escupido. Entonces ves este domingo con la textura digital de Inland Empire y todas las mujeres se parecen a las putas estrábicas que sacan tripas a destornilladorazos en el Hollywood Boulevard. Y en los fósiles de chicles viejos del andén de Tirso de Molina ves los coágulos de sangre que Lynch y la Dern han dejado sobre las estrellas del Hollywood Boulevard.
Ahora te has pegado a la pared de la estación, has sacado otro libro, otro imaginario, y viene alguien, y te habla casi al oído, alcanzás a ver que es una mujer inmensa, negra, no acaba de decir una palabra precisa, apenas un susurro, pero a vos, te lo dice a vos, y pegás un salto. No sabés si trae el destornillador en la mano, sólo te salen interjecciones: "¿Ah? ¿qqqqqquuuuu?". Con cara de pavor, te alejás, y ella señala algo detrás tuyo, señala el plano del metro, quiere ver el plano del metro sobre el que estabas apoyada mientras intentabas eludir los charcos de sangre.
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