en mi cielo, clarice y su libertad. ella escribe. una mujer que nació en la vieja europa, al este del este, y vivió en copacabana. amado brasil amado, el suyo. ajenidad y pertenencia. la suya, la nuestra. excesiva. sedienta, como lori, su personaje. mirada extraña. la condición de la mirada.
martes, junio 27, 2006
tos
Río leonado... ¿vos, me esperás? Es una tarde empañada por los vestigios del futuro. Un silencio. Dos. Matrimonio no consolidado con hijo bobo. Primavera cero. Vaca shhhhhh. Un malentendido. Dos. Vamos a por la poesía, San Gustavo.
A Acuña de Figueroa y Guardia Vieja.
A por Cuqui y Cucurto. Por Die Maschine, die kleine Paraguayerinnen macht. Por un lavado vaginal de la poeta, con la pelvis doliente.
Vos también ardés. Apenas, pero ardés.
Tu calor me excita, pero tus uñas rasguñan. qué más da. Pronto la poesía nos cierra las lastimaduras.
Por si las moscas, hay también un vaso compartido de jarabe para la tos.
Y si todo fuese poco, ahí tenés el libro de los placeres subrayado. Subrayado de tinta roja, azul, negra tachón, mal subrayado, subrayado de más, subrayado en el metro, subrayado de deseo. Ella te lo dejó, así, todo subrayado, usado, leido y copiado. Porque la esperaste en la milonga, y dudaste de sus osadías. Pero resulta que ella ama tu deliciosa ironía y también se ríe de la libertad encorsetada por el formulario. Y cuando se ríe, vuelve a ser, como en el libro de los placeres, la virgen que no es.
lunes, junio 12, 2006
especular, deseo especular
No sólo incertidumbre. El abismo es también la proyección de este edificio de cristal sobre nuestro espejo, bajo nuestros pies. Es nuestra libertad para caminar en el aire, amándonos en nuestro espejo, refractándonos en partículas de memoria individual. Labios de cristal, tú, en tu panóptico refugio. Profanadora de sacramentos, yo y la ficción. Mudamos aquellas pieles la noche en que elegimos nacer, sobre nuestro espejo.
El Palacio de Cristal de El Retiro de Madrid, mudando su piel, de transparente a translúcida, por Kim Sooja.
sábado, junio 10, 2006
territorio en construcción
"El deterioro de los términos del intercambio" fue tu último latiguillo ochentista para hacerme reír, apenas uno de los tantos que espetás como si los escucharas a diario, aún. Pero aquello de "los términos del intercambio" anda rondando, sin deterioro, pero con preguntas: ¿habrá intercambios equitativos? ¿serán de esperar los intercambios equitativos? ¿si de un lado se invierte mucho... queda menos espacio "de intercambio" para la inversión del opuesto? ¿el espacio de intercambio se agota o se ensancha si se alimenta demasiado, a partes iguales, desde ambos extremos? Y así llegamos, de nuevo, al deterioro... o a la fundación del más maleable territorio de intercambio. Nuestro espejo.
En la imagen, destellos del sol refractado a tus pies, en el abismo, según la instalación "Respirar-Una mujer, espejo" de la coreana Kim Sooja.
viernes, junio 09, 2006
sin épica
El día que te fuiste, los diarios de tu país abrían sus ediciones con una foto que lo resumía todo: un policía miraba a la cámara de frente, junto al cuerpo de un chico al que pocos minutos antes habían disparado, justamente, las “fuerzas del orden”. De pie junto al moribundo al que acababa de apoyarle las piernas en alto contra una columna de la estación de trenes, el policía miraba a cámara. Te contaron que ésa de los pies en alto era una técnica para acelerar la muerte de alguien que se desangra.
El chico era piquetero, lo habían asesinado.
Junio de 2002. Tu vuelta de página fue desgarradora. Sin embargo, no huías. No lo sentías así. No huías, pero tampoco querías hablar de tu marcha. Sé que te negabas a dar explicaciones en un país en el que se ha hecho costumbre pedir explicaciones.
No huías, pero había llegado el momento de dejar de pagar imaginarias deudas emocionales y seguir el deseo de mortal ciudadano de cualquier lugar.
Habías nacido en el ’63, tuviste que crecer en los violentos ’70, cuerpo a tierra entre tiroteos cotidianos. Tu adolescencia, bueno, tu adolescencia, ya lo sé, transcurrió en el peor de los escenarios posibles, bajo la más sangrienta dictadura. Padeciste durante demasiados años el uniforme, la arbitrariedad y el infaltable documento nacional de identidad en el bolsillo.
Quisiste irte también entonces, y lo hiciste, pero volviste impulsada por una cierta pasión libertaria, creíste en la primavera ochentista, te vestiste del rojo y negro de la revolución sandinista y votaste por primera vez, cándida y eufórica, en el ’83. Lo sé, tú y todos ustedes eran pura voluntad, pura convicción, ningún as bajo la manga, muchos riesgos, todavía.
De las asambleas clandestinas para recuperar los centros de estudiantes universitarios y los panfletos trotskistas dentro de carátulas de discos de Django al “Felices Pascuas” de Alfonsín, pasaron muy pocos años, demasiado pocos, y ustedes, algunos de ustedes se convirtieron en escépticos prematuros, mientras otros viraban su existencia hacia algo definitivamente protoesquizoide.
Hubo poco espacio para los matices. Con las botas de la derecha pisando fuerte de nuevo, gran parte de la izquierda experimentó una absurda regresión a las prácticas militaristas de los ’70, sin armas ni verdaderas batallas por dar en ese terreno, pero sí con simulacros de jerarquías y medidas disciplinarias, y, sobre todo, lamentablemente, con un sectarismo y un creciente aislamiento de la realidad que te dejaron en off side, sin ganas de nuevas aventuras colectivas.
Ni modo de vivir entre los cercos de otro dogma.
A algunos de tus compañeros, en cambio, los obcecó la lucha de clases y hoy dan entrevistas en los informativos, como líderes de los piquetes del lumpeln Proletariat.
Sin épica has vivido muchos años ya. Cuesta, te cuesta, cuesta con los chicos en patas, en la calle, te cuesta porque se te atragantó una frase que escuchaste durante los saqueos del 2001, cuando un policía, que recibía pedradas de una bandita harapienta de los suburbios, le decía a otro: “No llegan con las piedras. No ves que están hambreados... ni fuerza tienen”.
Sin esperanza de la gran epopeya liberadora llegaste hasta aquí. Pero alejándote de los privilegios de la propia tierra se te puso el pellejo de otros invisibles que siempre están partiendo desde abajo. Porque ahora eres ellos: los del cayuco de Senegal, los del autobús albanés, los del vuelo que llega de Quito.
lunes, junio 05, 2006
el beso
Esa noche, ella lo había descubierto en la oscuridad, lo recortó entre las sombras de árboles del otoño, a contraluz, los pies humedeciéndose en el rocío que la hierba absorbía, la piel ligeramente erizada, fresco de noche, ajenidad. Lo perdió de vista. Ella estaba de paso, sólo unas horas, nada por aquí.
Lo volvió a ver dentro, bajo las luces impiadosas del adentro. Se presentó, atrevida. Él respondió, atrevido: “Claro que te conozco”.
Ella: “Oh, ¿y cómo es que no me lo hiciste saber?”.
Él: "Hay besos que esperan veinte años"-quiso citar una canción, pero cambió la letra, involuntariamente cambió la letra, y se alejó.
Ella lo miró, volvió a acercarse, pura timidez. Él disfrutaba, pero no pensaba contárselo: Sólo quería entretenerse en una noche que seguía a un volcán de resentimientos.
Ella: “¿Y... qué hacemos?”
Nada se dice al unísono.
De nuevo noche, humedad, fuera. Ella y él. Se acercan casi sin querer: “Me voy”.
Él: “¿Te vas?”.
―Sí,
pero casi con el conveniente “adiós” se topa la inevitable boca, mojada.
La sequedad se acaba en un instante, delicioso instante. No hay retorno. De la muerte se vuelve en un segundo, con su lengua rodeándola, toda, estremeciéndola, estremeciéndose.
―¿Venís?
―¿Adónde?
―Al lugar que sea.
La inhiben los deberes, las circunstancias. Él desata todos sus rosarios; suave y salvajemente corta el hilo y se desparraman las cuentas. Ella arde. Él va despacio, pero no deja nada en su lugar. Pide permiso para indagar. Muestra sus yemas indefensas en el abismo del escote. Ella suplica.
Ahora ella está iridiscente en un baño público, lo recuerda entre sus piernas. Siente el deseo recorriéndole las tripas, un latigazo, víscera a víscera. El placer y el dolor. Aspira hondo, un poco de aire fuera, se muerde la boca, el cuerpo en desesperada laxitud, se muerde la boca, los pulmones sin aire. Se apoya sobre el azulejo...
Cómo brilla este rizo en la oscuridad. En la habitación de paso, ella besa su pelo. ¿Había sábanas en la habitación de paso?. La luminiscencia de la Lispector sobre la almohada.
―Sólo la luz de esa noche cambiaría.
Uno de los dos preferiría rebobinar para embellecer la pasión. El otro sólo pide tiempo:
―Yo volvería la cuenta atrás para aprovechar la noche desde el principio... dejarnos de reticencias y tomar lo nuestro a buenos sorbos, abundantes. Lo recibimos con timidez, es cierto, pero era para nosotros, para nadie más, y debíamos aceptarlo, quizá pronto, bien pronto, si considerábamos la brevedad que el mundo nos regalaba.
Se lo dicen poco a poco. Cada día se cuentan un mordisco. También los sentires comparten suave y salvajemente.
se lo dirán poco a poco. cada día, otro mordisco. mañana, una cicatriz. y a la mañana siguiente, de nuevo el amor sin sábanas.
domingo, junio 04, 2006
walser
"Yo me había convertido en un interior y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible... Yo ya no era yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe". Estas frases de Robert Walser, Lori, se aparecieron hoy en mi camino, en forma de mucho amor y de apenas libro, aunque vos y yo sabemos que en el exterior es posible existir, e incluso situar aun más alto el listón de algunos sueños.
sábado, junio 03, 2006
corregir
Yermo como este paisaje de La Mancha estaba mi instinto para comprar el mejor libro posible para decir lo que quiero decir, esta tarde, en la interminable feria del libro. Y no porque allí estuviera el mismísimo Pedro (Almodóvar), el manchego, firmando sus guiones a destajo. El instinto era manchego por lo árido. En esa aridez, sin embargo, había una tendencia a corregir y corregir que impedía la decisión: no quería comprar al azar, ni siquiera quería comprar bien, quería comprar una edición única sobre una cuestión única, que nos dijera lo nunca dicho.
Nada había allí para decirte lo que quiero decirte cada día, en modesto formato, sin apenas edición de autor.
Hojeé páginas y páginas de disciplinas diversas y compilaciones varias: la filosofía, la música, las antologías eróticas, la mujer, las mujeres, nuestros autores favoritos, lo que nos hemos recomendado, y nada. Nada.
Mañana continuaré la búsqueda, o me conformaré con intentar lo nunca escrito, sólo para ti.
jueves, junio 01, 2006
onetti
A Cartagena la veía psicodélica. La estación de metro tenía algo atractivo, pero no bastaba para alegrarme el emerger de cada día. Pasaba por allí porque iba a llevar y traer trabajo barato a una oficina con más ambición que sustento en la misma calle Cartagena. Hacía tan poco tiempo que vivía en esta ciudad que al menos me deleitaban los descubrimientos, miraba todo con asombro, cada cartel, cada nombre de calle, cada tienda. México, por ejemplo, evocó irremediablemente la México porteña, una de las calles más porteñas de Entre Ríos a 9 de Julio, una calle de la que conservaba unos afectuosos recuerdos recientes.
Pero estaba aquí y era una mañana de ésas en que caminaba sin prisas, auscultando centímetro a centímetro el territorio urbano de acogida, dispuesta a que la vida cotidiana me guiñara un ojo, cuando en la fachada de un edificio de Avenida de América vi la placa con la leyenda: "En este solar vivió y escribió sus últimas novelas Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994)". Me detuve, volví a leer ese texto escueto que, sin embargo, me disparaba mil pensamientos, una década después de la fecha final. El último libro que había leido antes de emprender el viaje para siempre era "El astillero" de Onetti. Por eso no pude dejar de pensar en él y en el paisaje de esa esquina en el que quizá concibió algunos de sus absurdos rioplatenses, aquellas metáforas de nuestras vidas, de todas nuestras vidas.
Cuando me repuse del impacto de algo que yo consideré una coincidencia del destino (¿de qué destino hablaríamos cuando hablábamos de destino?), fui a cruzar la ruidosa avenida de América, pero el semáforo de humanos seguía en rojo, en rojo, en rojo. Alguien me rozó el brazo, mi brazo desnudo (julio en Madrid garantiza calor abrumador), giré la cabeza con desconfianza y entonces unos ojos tristes, esos ojos tristes, me obligaron a detener en ellos la mirada. Unos párpados de reconocibles irregularidades me sacudieron, era tanta la vida vivida y se había vuelto tan pasiva esa mañana.
Onetti estaba allí, a mi lado, había vuelto a ponerse de pie después de años de muerto y otros tantos sin levantarse de la cama. Yo no lo dudé y espeté: "Yo también vengo de allá, ¿sabe?". "No me trates de usted", me pidió y preguntó: "¿Estás apurada?". Dijo "¿estás apurada?" y no "¿llevas prisa?" o cualquier otra expresión castiza que entre nosotros no hacía falta. Le expliqué que dejaba unos papeles en la otra "cuadra", dije "cuadra", y que podíamos ir a tomar un café.
Caminamos unos cien, doscientros metros, mudos. Yo le hice una seña de "espéreme" antes de entrar a la oficina con más ambición que sustento. Él se quedó de pie, quieto bajo un árbol raquítico junto al bordillo de la calle Cartagena, y asintió.
No recuerdo mi trámite en la oficina sin sustento ni suspenso. No sé si saludé a la gente, si respondí preguntas ni si me hicieron un encargo. Salí tan pronto como pude y le lancé a Onetti, a borbotones: "¿Sabe que desde aquí veo a nuestros países como su astillero?". No lo dejé contestarme, continué: "Tantos empleados escribiendo entradas y salidas de libros que nadie controlará, haciendo que reciben pedidos de barcos que nunca construirán, gastando su tiempo en oficinas polvorientas, archivando carpetas y expedientes en cajones metálicos, como si de verdad existieran sus empresas..."
Tomamos un café en la barra de una de esas pastelerías de pulcras cadenas que pueblan Madrid, yo continué aturdiéndolo con mi teoría sobre el paralelo entre sus personajes y los resignados ciudadanos del sur, él sonrió una y otra vez, sólo sonrió, los ojos cansados, opacos, se disculpó. Me dijo que su mujer ya estaría hirviendo sus verduritas de las 12, que debía regresar, a almorzar y a descansar, que me deseaba buena suerte y menos explicaciones. Que estar lejos de aquel astillero me permitiría existir sin porqués colectivos ni ficheros metálicos de los que guardan respuestas.