"¿Hallará en su corazón el ánimo suficiente para amar a esa mujer sencilla, normal y corriente? ¿La amará lo suficiente para escribir música para ella? Si no pudiera, ¿qué le quedaría?". En "Desgracia", J.M. Coetzee pregunta si el erudito David, ya cincuentón pero cultor de la belleza en cuerpos jóvenes, será capaz de escribir una ópera para Teresa, la amante de Lord Byron, cuando los años hayan pasado para ella. "Desgracia" es una novela exquisita, una oda a la renuncia, a los nuevos comienzos, a las vueltas de página, aunque las divinidades no permitan jamás que las viejas llamas se extingan... aunque sigamos adorando al fuego para que no se apague nunca. Termino de leer al maestro Coetzee sobre la arena: cuán incomprensible se le ha vuelto su Sudáfrica de forastero, esta manera de redistribución violenta que se ha impuesto para siempre entre los pobres y sus vecinos. Me siento tan forastera como David, su personaje, pero sin tristeza (tampoco en esta playa hay silencio para la tristeza).
Veo el trajinar desde fuera, como lo ven los vendedores ambulantes marroquíes o el camarero sanjuanino (como nunca lo ven los amantes apasionados, tan metidos en su voluptuoso instante). Adivino una hoguera de necesidades enmascarada de abalorios. Gritos y piercings. Dorados y fucsias funden a amarillo sol andaluz.
Bajo sin aviso previo, chasquean los dedos frente al forastero, la veo, sonrío: ella es un delfín en el mar, disfrutando de cada zambullida. La amo concentrada en sus flamantes gestos preadolescentes. En ella, sin embargo, sigo viendo a la niñita de tres años exclamando "¡qué riazón!" al ver el océano, frente a la costa de Rocha, en Uruguay. Entonces, tenía tres años y era la segunda vez en su vida que veía el mar: ya se había olvidado de la primera, de tan inconsciente. Otra página.
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