miércoles, agosto 13, 2008

salam aleikum, magreb

Resulta fácil sacudir la memoria y dejar caer todo lo que sobra en Marruecos. ¿Dónde, si no? Pep Subirós proponía la higiene del silencio en el desierto: "dejar caer (allí) todo lo que sobre". Marrakech, casi a las puertas del Sahara, no es precisamente una ciudad serena, pero nos ayuda a echar mucho trasto inservible por la borda. Las primeras horas en la medina son de puro aturdimiento, entre asnos cargados, serpientes, monos y hombres que se disputan las mismas callejuelas. Después vienen las horas en que, como dice uno de los personajes de Paul Bowles, reina una soberana confusión entre los buenos presagios y la sensación de que algunas señales pueden ser un cebo hacia el absoluto desastre. Luego te dejas llevar y un bereber te enseña la vida sin abalorios y te emocionas, y cada vez te sientes más lejos del occidente de las especulaciones, más miserable. Al cabo, te relajas porque sabes que también eres parte de este mundo de serpientes, asnos, hombres y mujeres verdaderos. Cuando te vas de Marrakech, quedas vacío, esencial, listo a ser rellenado por una vida auténtica, legítima en su infinita pobreza. Y ahora estás aturdido en la ridícula civilización.

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