Me dijo que la esperara a las más o menos en punto en el aeropuerto de Madrid, que estaría disfrazada de pasajero en tránsito (entre Londres y Villa Allende). Que llegaría cantando "él era un fabricante de mentiras...." y con el corte de Nito en el '75 (el año del Luna Park, la galera blanca, las All Stars, y esta foto ineludible del adiós).
Nosotras, las de entonces, ya no somos las mismas, pero cuando la vi salir de la sala de pasajeros en tránsito con jopo lacio, le grité "Nitoooo" y nos reímos. Cantamos "Su vida era una fábula de lata, sus ojos eran luces de neón. Y nunca tengas fe, que sus mentiras pueden traer dolor". Dolor falseteado.
Le conté que hacía unos días había escrito un capítulo inspirado en mis primeros long plays de la vida, los primeros de Sui Generis, y prometí mandárselo (el capítulo, no los long plays).
No le dije que desde hace una semana volvía a recordar algunos íntimos momentos de gloria más o menos recientes, pero sí le confesé que me gustaría despertarme mañana en Buenos Aires, como haría ella, y desayunar una medialuna de grasa. Un día de medialunas de grasa (o de manteca) y café comprado en la calle (en vasitos de plástico), al chico del termo de la calle Talcahuano.
Volví de Barajas absorta en la sensibilidad de Murakami, que me metió en un club de jazz del Tokyo ochentista y me contagió las ganas de beber de su copa de gimlet (¿el mismo del Corto Maltés?). Cuando levanté la vista, vi contra el fuelle que une los dos vagones del tren a una japonesa y un irlandés que se morreaban con sensualidad furiosa. Tuve que tironear de mis tripas para no desear a nadie besándome de ese modo, justo esta noche, justo ahí. Y volví al libro. Murakami decía: "Lo que me atraía no era la belleza externa cuantificable e impersonal, sino algo más absoluto que se hallaba en el interior. De la misma manera que hay quien ama secretamente los diluvios, los terremotos y los apagones, yo prefería ese algo recóndito que alguien del sexo opuesto emitía hacia mí".
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