"Hoy esta hora no es ninguna hora y no lleva a ninguna parte", dice Elizabeth Smart en las últimas páginas de su martirologio romántico. Y yo escucho a Herbert Vianna: juntos pasamos todos los duelos desde el '93, y siempre bailamos.
Ella estaba enamorada del poeta casado y cobarde.
Una rubia en la ruina del deseo.
Yo no estoy enamorada. Ni de George Barker, el poeta del diente quebrado; ni de Herbert Vianna, el que me acarició el día de todos los muertos.
"También él se está ahogando en la sangre de un sacrificio desproporcionado", escribe la bella Elizabeth, la ilusa Elizabeth, la generosa y sutil Elizabeth, la canadiense, la que se sentó y lloró en Grand Central Station, y lloró, y lloró.
Tengo la página más blanca que la de Smart y la de Barker. Ella se inspiró en Blake y yo no supe encontrar a Borges en Copenhague.
Y en un hotel infinitamente menos poético que el del empapelado sucio de Elizabeth en Nueva York (ni me senté, ni lloré) despegué con cuidado la membrana que suele unir el pecho con la pelvis.
La membrana se adhiere, es fina pero muy resistente... y él se está ahogando en la sangre de su sacrificio y yo ya siento los labios en sal.
La membrana se adhiere, es fina pero muy resistente... y él se está ahogando en la sangre de su sacrificio y yo ya siento los labios en sal.
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