El autoexamen femenino en el espejo, según una ilustración del siglo XIX. |
Por Analía Iglesias
Aún fuertemente sujeta al deseo masculino, la mujer de
finales del siglo XIX parece haber sido una figura de transición entre la dama
recatada, atenta a las costumbres sociales y públicamente alejada de los
placeres carnales, y la chica trabajadora que llegaría bien entrado el siglo XX.
Con esa nueva mujer independiente en el paisaje social de
Occidente, empezarían a considerarse ‘normales’ en el universo femenino asuntos
antes tan litigiosos como la voluntad del matrimonio por amor, la sexualidad
por placer, los anticonceptivos y, sobre todo, el yugo laboral (y su contracara
ventajosa: la autonomía económica).
De ahí que la invención del vibrador femenino marque un
momento emblemático, una bisagra en la historia de la (in)comprensión del
sentir femenino, de sus necesidades y sus habilidades. Esa brecha que comenzó a
abrirse con algunas señoras burguesas insatisfechas yendo al médico a aliviar
sus neurastenias en la Inglaterra victoriana, se volvió abismo hacia los años
60, cuando las chicas europeas y americanas proclamaron su derecho a la
libertad, y al disfrute.
Por supuesto, en todas las épocas hubo excepciones: mujeres
fuertes y temerarias que desafiaron los mandatos y corrieron los riesgos que
les habían advertido que correrían. Ahí está, precisamente Charlotte Darlymple,
el personaje de Maggie Gyllenhaal, en Hysteria,
el tercer largometraje de Tanya Wexler, que narra para el gran público, con picardía, parte de nuestra Historia como sociedad. Ambientada en torno a 1880, año del que data el diseño del
consolador eléctrico femenino de Joseph Mortimer
Granville, la cinta hace
pie no solamente en la generalizada necedad masculina de aquellos tiempos sino
también en la gran distancia de clases, que queda patente en los cuidados que
se han prodigado al género femenino, según su procedencia (lamentablemente,
algunos conflictos actuales siguen dando
letra para el relato de la desigualdad, siempre más acusada entre las mujeres).
Un electrodoméstico prodigioso (pero no tanto)
No cabe duda de que el hallazgo electromecánico llegó a
tiempo para evitar que los médicos de la época quedaran con su mano derecha
inutilizada por el entumecimiento que les producían las arduas sesiones de
masajes pélvicos a sus pacientes de la alta sociedad. Con la sala de espera
abarrotada, el galeno tenía que desatar el “paroxismo histérico” (un eufemismo
del nada explorado orgasmo femenino) porque la culminación de aquella crisis
nerviosa aliviaba una supuesta enfermedad considerada crónica.
Hasta Sigmund Freud hablaba por entonces de aquellas
neurastenias. De hecho, en sus escritos dejó constancia de algunas sesiones de
hipnosis con mujeres que tenían “tendencia a la angustia” como consecuencia de “años
de abstinencia sexual” o mujeres jóvenes que estaban traumatizadas por escenas
que les presentaban crudamente el mundo de la sexualidad, relegado por entonces
a los ímpetus masculinos. Por cierto, la película de David Cronenberg “Un
método peligroso” da buena cuenta de las primeras consideraciones psicoanalíticas
sobre la singularidad femenina.
El masajeador pasó de manos expertas al territorio
doméstico para convertirse en uno de los electrodomésticos más vendidos por los
fabricantes norteamericanos.
Sin embargo, el aparatito no sirvió por sí mismo para
aligerar ciertas sólidas creencias sobre la mujer como criatura subordinada al
hombre, aunque sembró dudas y eso queda al descubierto en la amable comedia de
Wexler. En palabras del filósofo Gilles
Lipovetsky, en 'La tercera mujer': “era
él (el hombre) quien la pensaba, se la definía en relación con él; no era nada
más que lo que el hombre quería que fuese.”
Así, por oposición a aquella, Lipovetsky llega a definir a
lo que él denomina “la tercera mujer”: “Esta lógica de dependencia con respecto
a los hombres ya no es la que rige en lo más hondo la condición femenina en las
democracias occidentales. Desvitalización del ideal de la mujer de su casa,
legitimidad de los estudios y el trabajo femeninos, derecho a sufragio,
‘descasamiento’, libertad sexual, control sobre la procreación son otras tantas
manifestaciones del acceso a las mujeres a la completa disposición de sí mismas
en todas las esferas de la existencia (…).”
Despertar instintos pero sin tenerlos
Según hoy recopilan libros como “La tecnología del orgasmo. La ‘histeria’, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres” de Rachel P. Maines, a mediados del siglo XIX ya se habían construido máquinas para “consolar” a las mujeres que no conseguían que sus maridos las atendieran debidamente. Por ejemplo, para tratar la irritabilidad femenina se recomendaban sesiones con una bomba de agua para vigorosas duchas pélvicas o tratamientos sobre unos bancos vibratorios (a manera de los potros que se utilizan en la gimnasia deportiva). Luego vino la camilla que daba masajes con vapor de agua y cuyo uso, según el doctor George Taylor (que fue quien la patentó), debía controlarse escrupulosamente para evitar abusos. Por fin, llegó el plumero adaptado, fácil de manejar y transportable.
Durante las primeras décadas del siglo XX, las empresas
fabricantes de electrodomésticos pautaban en revistas femeninas anuncios sobre
los masajeadores, supuestamente útiles para diversas dolencias musculares. En
el momento en que el eufemismo se hizo demasiado evidente, desapareció la
publicidad, pero el vibrador ya había echado a rodar en el boca a boca y por el
cine porno.
Si el placer se escondía, la misión de la belleza
continuaba expuesta y se reforzaba en la prensa femenina. A juicio de
Lipovetsky, esta constituye la “piedra angular” del “nuevo sistema de
comunicación y de promoción de las normas estéticas”. Dice el filósofo que “a
partir del siglo XX, las revistas femeninas se convierten en los vectores
principales de difusión social de las técnicas estéticas” y de allí “surge una
nueva retórica que conjuga belleza y consumo”.
No olvidemos que en los orígenes del maquillaje está la
urgencia por “apagar” el brillo del rostro femenino y la evocación de la
humedad. El pecado debe borrarse de la piel de la mujer, que tiene el deber de
la belleza y todavía libra batallas por su derecho al goce.