martes, octubre 30, 2012

El deseo, en femenino



El autoexamen femenino en el espejo, según una ilustración del siglo XIX.

Por Analía Iglesias 

 

Aún fuertemente sujeta al deseo masculino, la mujer de finales del siglo XIX parece haber sido una figura de transición entre la dama recatada, atenta a las costumbres sociales y públicamente alejada de los placeres carnales, y la chica trabajadora que llegaría bien entrado el siglo XX.
Con esa nueva mujer independiente en el paisaje social de Occidente, empezarían a considerarse ‘normales’ en el universo femenino asuntos antes tan litigiosos como la voluntad del matrimonio por amor, la sexualidad por placer, los anticonceptivos y, sobre todo, el yugo laboral (y su contracara ventajosa: la autonomía económica).
De ahí que la invención del vibrador femenino marque un momento emblemático, una bisagra en la historia de la (in)comprensión del sentir femenino, de sus necesidades y sus habilidades. Esa brecha que comenzó a abrirse con algunas señoras burguesas insatisfechas yendo al médico a aliviar sus neurastenias en la Inglaterra victoriana, se volvió abismo hacia los años 60, cuando las chicas europeas y americanas proclamaron su derecho a la libertad,  y al disfrute.
Por supuesto, en todas las épocas hubo excepciones: mujeres fuertes y temerarias que desafiaron los mandatos y corrieron los riesgos que les habían advertido que correrían. Ahí está, precisamente Charlotte Darlymple, el personaje de Maggie Gyllenhaal, en Hysteria, el tercer largometraje de Tanya Wexler, que narra para el gran público, con picardía, parte de nuestra Historia como sociedad. Ambientada en torno a 1880, año del que data el diseño del consolador eléctrico femenino de Joseph Mortimer Granville, la cinta hace pie no solamente en la generalizada necedad masculina de aquellos tiempos sino también en la gran distancia de clases, que queda patente en los cuidados que se han prodigado al género femenino, según su procedencia (lamentablemente, algunos conflictos actuales siguen  dando letra para el relato de la desigualdad, siempre más acusada entre las mujeres).


Un electrodoméstico prodigioso (pero no tanto)


No cabe duda de que el hallazgo electromecánico llegó a tiempo para evitar que los médicos de la época quedaran con su mano derecha inutilizada por el entumecimiento que les producían las arduas sesiones de masajes pélvicos a sus pacientes de la alta sociedad. Con la sala de espera abarrotada, el galeno tenía que desatar el “paroxismo histérico” (un eufemismo del nada explorado orgasmo femenino) porque la culminación de aquella crisis nerviosa aliviaba una supuesta enfermedad considerada crónica.
Hasta Sigmund Freud hablaba por entonces de aquellas neurastenias. De hecho, en sus escritos dejó constancia de algunas sesiones de hipnosis con mujeres que tenían “tendencia a la angustia” como consecuencia de “años de abstinencia sexual” o mujeres jóvenes que estaban traumatizadas por escenas que les presentaban crudamente el mundo de la sexualidad, relegado por entonces a los ímpetus masculinos. Por cierto, la película de David Cronenberg “Un método peligroso” da buena cuenta de las primeras consideraciones psicoanalíticas sobre la singularidad femenina.
El masajeador pasó de manos expertas al territorio doméstico para convertirse en uno de los electrodomésticos más vendidos por los fabricantes norteamericanos.
Sin embargo, el aparatito no sirvió por sí mismo para aligerar ciertas sólidas creencias sobre la mujer como criatura subordinada al hombre, aunque sembró dudas y eso queda al descubierto en la amable comedia de Wexler.  En palabras del filósofo Gilles Lipovetsky, en 'La tercera mujer': “era él (el hombre) quien la pensaba, se la definía en relación con él; no era nada más que lo que el hombre quería que fuese.”
Así, por oposición a aquella, Lipovetsky llega a definir a lo que él denomina “la tercera mujer”: “Esta lógica de dependencia con respecto a los hombres ya no es la que rige en lo más hondo la condición femenina en las democracias occidentales. Desvitalización del ideal de la mujer de su casa, legitimidad de los estudios y el trabajo femeninos, derecho a sufragio, ‘descasamiento’, libertad sexual, control sobre la procreación son otras tantas manifestaciones del acceso a las mujeres a la completa disposición de sí mismas en todas las esferas de la existencia (…).”

Despertar instintos pero sin tenerlos


Según hoy recopilan libros como “La tecnología del orgasmo. La ‘histeria’, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres” de Rachel P. Maines, a mediados del siglo XIX ya se habían construido máquinas para “consolar” a las mujeres que no conseguían que sus maridos las atendieran debidamente. Por ejemplo, para tratar la irritabilidad femenina se recomendaban sesiones con una bomba de agua para vigorosas duchas pélvicas o tratamientos sobre unos bancos vibratorios (a manera de los potros que se utilizan en la gimnasia deportiva).  Luego vino la camilla que daba masajes con vapor de agua y cuyo uso, según el doctor George Taylor (que fue quien la patentó), debía controlarse escrupulosamente para evitar abusos. Por fin, llegó el plumero adaptado, fácil de manejar y transportable.
Durante las primeras décadas del siglo XX, las empresas fabricantes de electrodomésticos pautaban en revistas femeninas anuncios sobre los masajeadores, supuestamente útiles para diversas dolencias musculares. En el momento en que el eufemismo se hizo demasiado evidente, desapareció la publicidad, pero el vibrador ya había echado a rodar en el boca a boca y por el cine porno.
Si el placer se escondía, la misión de la belleza continuaba expuesta y se reforzaba en la prensa femenina. A juicio de Lipovetsky, esta constituye la “piedra angular” del “nuevo sistema de comunicación y de promoción de las normas estéticas”. Dice el filósofo que “a partir del siglo XX, las revistas femeninas se convierten en los vectores principales de difusión social de las técnicas estéticas” y de allí “surge una nueva retórica que conjuga belleza y consumo”. 
No olvidemos que en los orígenes del maquillaje está la urgencia por “apagar” el brillo del rostro femenino y la evocación de la humedad. El pecado debe borrarse de la piel de la mujer, que tiene el deber de la belleza y todavía libra batallas por su derecho al goce. 

 

Fragmentos del artículo publicado en La Voz del Interior, Córdoba, Argentina, el 16 de septiembre de 2012.