jueves, junio 01, 2006

onetti


A Cartagena la veía psicodélica. La estación de metro tenía algo atractivo, pero no bastaba para alegrarme el emerger de cada día. Pasaba por allí porque iba a llevar y traer trabajo barato a una oficina con más ambición que sustento en la misma calle Cartagena. Hacía tan poco tiempo que vivía en esta ciudad que al menos me deleitaban los descubrimientos, miraba todo con asombro, cada cartel, cada nombre de calle, cada tienda. México, por ejemplo, evocó irremediablemente la México porteña, una de las calles más porteñas de Entre Ríos a 9 de Julio, una calle de la que conservaba unos afectuosos recuerdos recientes.
Pero estaba aquí y era una mañana de ésas en que caminaba sin prisas, auscultando centímetro a centímetro el territorio urbano de acogida, dispuesta a que la vida cotidiana me guiñara un ojo, cuando en la fachada de un edificio de Avenida de América vi la placa con la leyenda: "En este solar vivió y escribió sus últimas novelas Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994)". Me detuve, volví a leer ese texto escueto que, sin embargo, me disparaba mil pensamientos, una década después de la fecha final. El último libro que había leido antes de emprender el viaje para siempre era "El astillero" de Onetti. Por eso no pude dejar de pensar en él y en el paisaje de esa esquina en el que quizá concibió algunos de sus absurdos rioplatenses, aquellas metáforas de nuestras vidas, de todas nuestras vidas.
Cuando me repuse del impacto de algo que yo consideré una coincidencia del destino (¿de qué destino hablaríamos cuando hablábamos de destino?), fui a cruzar la ruidosa avenida de América, pero el semáforo de humanos seguía en rojo, en rojo, en rojo. Alguien me rozó el brazo, mi brazo desnudo (julio en Madrid garantiza calor abrumador), giré la cabeza con desconfianza y entonces unos ojos tristes, esos ojos tristes, me obligaron a detener en ellos la mirada. Unos párpados de reconocibles irregularidades me sacudieron, era tanta la vida vivida y se había vuelto tan pasiva esa mañana.
Onetti estaba allí, a mi lado, había vuelto a ponerse de pie después de años de muerto y otros tantos sin levantarse de la cama. Yo no lo dudé y espeté: "Yo también vengo de allá, ¿sabe?". "No me trates de usted", me pidió y preguntó: "¿Estás apurada?". Dijo "¿estás apurada?" y no "¿llevas prisa?" o cualquier otra expresión castiza que entre nosotros no hacía falta. Le expliqué que dejaba unos papeles en la otra "cuadra", dije "cuadra", y que podíamos ir a tomar un café.
Caminamos unos cien, doscientros metros, mudos. Yo le hice una seña de "espéreme" antes de entrar a la oficina con más ambición que sustento. Él se quedó de pie, quieto bajo un árbol raquítico junto al bordillo de la calle Cartagena, y asintió.
No recuerdo mi trámite en la oficina sin sustento ni suspenso. No sé si saludé a la gente, si respondí preguntas ni si me hicieron un encargo. Salí tan pronto como pude y le lancé a Onetti, a borbotones: "¿Sabe que desde aquí veo a nuestros países como su astillero?". No lo dejé contestarme, continué: "Tantos empleados escribiendo entradas y salidas de libros que nadie controlará, haciendo que reciben pedidos de barcos que nunca construirán, gastando su tiempo en oficinas polvorientas, archivando carpetas y expedientes en cajones metálicos, como si de verdad existieran sus empresas..."
Tomamos un café en la barra de una de esas pastelerías de pulcras cadenas que pueblan Madrid, yo continué aturdiéndolo con mi teoría sobre el paralelo entre sus personajes y los resignados ciudadanos del sur, él sonrió una y otra vez, sólo sonrió, los ojos cansados, opacos, se disculpó. Me dijo que su mujer ya estaría hirviendo sus verduritas de las 12, que debía regresar, a almorzar y a descansar, que me deseaba buena suerte y menos explicaciones. Que estar lejos de aquel astillero me permitiría existir sin porqués colectivos ni ficheros metálicos de los que guardan respuestas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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