sábado, noviembre 24, 2007

mi corazón es persa

He retenido para siempre la imagen de la familia del destituido Sha de Persia, sentada en un sofá, el decorado cargado, en foto color, a doble página, en la revista Gente... ¿sería el '77?
Años después, asocié esas postales que había conservado mi cabecita casi infantil con la revolución islámica en Irán y con todo lo que siguió. Esas fotos en papel ilustración que habían recorrido el mundo preludiaban todo el desaguisado posterior... la imposición de las leyes musulmanas, la ira de los imanes con los laicos de al lado, es decir, con Saddam y los iraquíes, la guerra sangrienta, los affaires de ventas cruzadas de armas, y, por fin, Irán convertido en polvo, el polvo y las mujeres de negro que vemos en el cine de Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf y sus talentosas hijas.
Ayer, sin embargo, mi vínculo con Irán se hizo más sólido (por lo sentimental): conocí a Marjane Satrapi -quizá tardíamente, porque sabía que ella era una historietista e ilustradora respetada desde hace años-. Pero como no soy comiquera, Marjane tuvo que llegar al cine para que yo reparara en ella. Y ayer me conmoví con Persépolis, la película que Satrapi hizo sobre la novela de su existencia en viñetas. Me reconocí en su trayectoria vital, desde la infancia marcada por la dictadura a la adolecencia encorsetada por los mandatos religiosos y autoritarios, la huida a Europa en los '80, la seducción del nihilismo, las revelaciones sociales en la era post-punk, los sentimientos de culpa con la historia que quieres dejar pero que te tironea, la deuda con los muertos cercanos, la vuelta al país de las persecuciones y el nuevo punto de fuga en la adultez, la toma de distancia, en la búsqueda de la propia identidad, que seguramente lleva la libertad.
Tan lejos y tan cerca. Las chicas en Irán y en Argentina. Irán y Argentina. Tan felices y tan martirizadas. Tan vitales. Tan eternamente irredentas.

miércoles, noviembre 21, 2007

El río playito

Un río cristalino. Allí nos bañamos. El agua no alcanzaba para nadar, sólo para hacer la plancha panza al aire. Así que flotamos, y nos reímos, porque el agua no nos tapaba ni el pupo. Y si estirábamos el brazo, dejándolo caer hacia el fondo, tocábamos la arena con el codo, arena gruesa, de río de montaña. Si nos poníamos de pie, el agua nos daba abajo de la rodilla, o a mitad de la rodilla, parados justo en el centro del cauce.
Eso suele pasar en los ríos cordobeses: son playitos de costa a costa. Lo de costa es, por cierto, un modo elegante pero improbable de decir orilla, oría, orisha. Porque una costa en toda ley es difícil de encontrar en esos arroyos engordados con agua de la creciente, en verano. Yo había ido a visitarte, poco ilusionada, más bien escéptica y despreocupada. Sólo a estar a tu lado en los ratos en que pudieras prestar atención a alguna conversación, prestarme atención, acariciarme al paso. También a ser paciente durante todos los otros ratos, los de tu ausencia solitaria o acompañada, los de tu ausencia presente, los de tu ausencia ausente, los del teléfono, los de las miradas vacías, los de la apática lucidez. Tu casa no era tu casa, podría jurar que las escaleras eran más amplias y laberínticas, pero luminosas, y había un patio al que daban todas las ventanas. Tu ciudad era un pueblo con río en lugar de avenida, con sol de verano cordobés, una plaza pueblerina y otra casa llena de gente, enfrente de la plaza, y de ahí a tu casa, íbamos y veníamos. Quizá te mudaste. En mis sueños sé dónde vives ahora.

domingo, noviembre 18, 2007

home





Esta semana superé (momentáneamente) mi aversión a la carne. Y este post no puede ir de arcadas apocalípticas. Perdón, no permitiré que los malos rollos se cuelen esta vez. No hay necesidad de estar mostrando todo el tiempo el reverso monstruoso de la apacible vida cotidiana de sonajeros y albóndigas caseras. No soy Cassavettes (ni el padre ni el hijo, neither John nor Nick), tampoco Lynch, ni Cronenberg, mucho menos Samuel Beckett, aunque sienta debilidad por sus pesadillas, aunque siempre condicionen mi seso tibio de mono por un buen tiempo...

-¿Por qué no te dejaste morir?
-Porque no soy suficientemente infeliz.

Beckett escribió el diálogo para dos pordioseros sobre el escenario: uno ciego y el otro, cojo. El paralítico andrajoso se asombra del pulso vital que todavía sostiene al ciego, a pesar de sus desgracias. Él mismo sigue adelante, sin preguntase por qué no dejarse morir.

No. No va de harapos ni de caníbales ni de hambrientos este post.
Al contrario. Quiero decir que ayer compré un ejemplar fucsia de Erica Darleyensis , la cambié de maceta, la regué y le elegí el sitio en el que cada día tendrá sol, a través de la ventana. No puedo dejar de mirarla, he ido a tocarla a ver si es de verdad. Erica me lleva a Chillida, la lámina que tengo enmarcada a su lado, y, Chillida me devuelve al cello del Preludio a la Suite número 1 en G Mayor de Bach (qué placer, tanto como un beso en el cuello, un grave vibra en el cristal); destripo el Babelia de ayer y me encuentro con Vila-Matas y la novela surrealista, él me presenta a Elizabeth Smart, la apasionada; a la derecha, de Miró no hay dudas; hay un Torres García que me devuelve el Río de la Plata, ; de paso por Kandinsky, llego al grabado de mi amiga Clemen con el toro de Aries (fue para mi cumple, sí); salto a la viñeta del capo Crist. Eclecticismo, dicho en elegante, y también mezcolanza de originales con reproducciones (poblar el cuarto con el imaginario más propio, dotar al exterior de nuestro interior, requiere intervenciones subversivas, disonancias, escalas pentatónicas y alguna chinche sobre el yeso descascarado)... Beo (con B de Vian) a Petrus Christus, el flamenco del XV que siempre me llevará a Berlin , y a la vuelta del muro, topo con los peces en relieve de mi primo querido; ahí nomás, con el estilizado Modigliani; debajo, el ángel berlinés (una acuarela que también recibí de regalo de cumple, pienso en Ettore); qué será de la vida de Longhini, el grabador cordobés, aquí en Madrid, su león; sí, ya sé, la lámina de Mondrian la compré en el Ivam de Valencia, y la página de Andrés Rivera la amplié por la frase "Buenos Aires, para que lo sepas, cordobés. Buenos Aires".
Estoy en casa.

1)Chillida 2)Erica 3)Torres García 4)Petrus Christus, el de mi comedor.

viernes, noviembre 09, 2007

asociación libre (no necesariamente correcta)

Hablábamos de ir a El Bulli. Discutíamos sobre la posibilidad de hacer una reserva en el exclusivo restaurant catalán... para dentro de cuatro o cinco años (seguramente, el primer hueco libre) juntaríamos los trescientos y pico de euros que sale el menú, por cabeza, y así probaríamos las exquisiteces en forma de mousses del cielo y verduras etéreas. Igual que los afortunados que salieron sorteados en la Dokumenta de Kassel y pudieron sentarse en el refugio montañés de Ferrán Adriá a debatir si la comida cuenta como arte. ¿Puede ser arte una necesidad fisiológica, básica, de supervivencia... ? Alguien confesó haber sentido el paraíso en su boca al comer una tortilla de patatas deconstruida de Adriá.
Insistí en llamar a El Bulli, pero ella expresó una reserva (moral): "No sé, no sé. No se trata del dinero... pienso en la frivolidad que representa gastarse cuatrocientos o quinientos euros en un plato, por sublime que sea".
Desistimos.
En el informativo, como siempre, los cuerpos negros disecados al sol en barcazas rodeadas de agua salada. Da lo mismo que sea agua de mar o arena del desierto lo que hay entre África y Europa: los cueros se deshidratan y llegan secos a la playa.
En mi locura bulle otra sopa: la cocinera de la pesadilla explica, como al pasar, que el plato no se completa sin el sabor que le da un trozo de piel humana. Y allí vemos al hombre-condimento: un tipo paliducho y tembleque, que no para de balbucear. Todos callamos... ¿quién va a poner en duda la palabra de la chef y el modo en que la gastronomía nos da placer?
Desvelada, me pregunto cuánto tiempo de horror me costó olvidarme de los relatos de mi amigo sobre el manjar oriental de sesos tibios de mono, servidos en su propio cráneo. ¿Cuántas costeletas dejé en el plato, de niña, porque las arcadas de imaginar la sangre y sentir el desgarro de los tejidos vivos en mi propia boca me impidieron seguir comiendo?
Ayer al mediodía, mientras intentaba masticar un pollo baboso con almendras en el Restaurant Chino, no pensé en la carne, ni en el hombre, ni en el pollo y, sin embargo, no conseguí disfrutar de un solo bocado. Entonces me pregunté si el destino ineludible en Occidente sería el de volvernos tan obedientes (y excéntricos) con el placer.
Sólo comí almendras.
Fui al teatro, a ver el Ensemble Modern de Frankfurt y allí escuché a Edgar Allan Poe en la parábola de la "Sombra", leida por Heiner Müller: "Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distinamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad: y, sobre todo, por ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba".