sábado, noviembre 03, 2012

El suave descubrimiento del Sahel

Por Analía Iglesias

 

Hoy el blog África no es un país de El País cumple un año de vida. A poco de nacer, el 9 de noviembre de 2011, publicaron un texto que lleva mi firma, sobre una experiencia maravillosa que tuve en Senegal. 

 


"¿Qué vas a hacer con esto?", me pregunta Bass Bamba en su francés wolofizado, señalando las varillas del abanico que ya no están pegadas a la tela y, por lo tanto, con el abanico desplegado, dejan huecos a la vista. "Nada", le contesto, dando por sobreentendido que el trasto está dejando allí su último aliento y que pronto irá a la basura.
Una brisa de vapores de la sabana se levanta apenas comienza a atardecer sobre el Parque Nacional Niokolo Koba, en el corazón de Senegal. La noche en el autobús que surca el Sahel es un vaivén de sudores contra las dos gotas secas que sopla el abanico roto, alternativamente en unas manos y en otras. Compartimos el aire, en silencio. Admiro los matices del negro, su piel en sombras. Parece que hay un mundo, este, el africano, en el que todo debe repararse, cauterizarse, zurcirse, y otro en el que lo roto, lo gastado, lo pasado de moda y lo ya llorado se tira, sin más. O se mantiene, pero al margen.
Bass interrumpe con una chanza mis digresiones mudas sobre la impudicia de consumir mucho y rápido, y tirar lejos, a ser posible en el continente de al lado o en el océano de enfrente. "La forêt folle" (‘el bosque loco’), traduce y se ríe. Acaba de enterarse que, en castellano, "loco" es "fou" y juega con la musicalidad cacofónica del nombre del parque: "Niokolo ‘Loco’ Koba", repite el hombre que nació en Dakar pero que hoy vive en la costa adriática. Me hace gracia el ritmo del parque ‘loco’ y me dejo de culpas por un rato.
Aquella tarde, habíamos emprendido el viaje desde Dakar hacia el sureste del país en un recorrido paralelo a la frontera con Gambia, una lengua de tierra que parte Senegal en dos. Y una vez que decides subirte al bus de largo recorrido hacia los misterios de calor húmedo y aire imposible durante doce, catorce o quince horas, sabes que es tarde para arrepentirte. Nadie va a ahorrarte la espera interminable ni la incomodidad de un transporte sobrevendido (con bancos de madera entre las dos filas de asientos, para aprovechar el viaje, la gasolina, el espacio libre). A cambio, la experiencia vital en el Niokolo Bus te deja para siempre con una sonrisa cómplice.
Hay dos razones fundamentales para este aparente despropósito: la vivencia común (o sufrida resignación) junto con los compañeros de viaje (senegaleses que se desplazan por trabajo de una punta a otra de su país) y el suave descubrimiento del Niokolo Koba, con fondo de rezo coránico, desde los parlantes del chófer. No hay leones a la vista, pero sí babuinos y facoceros (una especie de cerdo silvestre que inspiró el personaje de Pumba en El Rey León). Y entonces, solo entonces, entiendes el verde de las banderas africanas.


 Todavía poco consciente de lo valioso de una experiencia tan agotadora, llegas a Kedougou, una ciudad andrajosa que balconea sobre el gran río Gambia. Cambio de transporte, y de idioma, porque en esta zona, mayoritariamente habitada por la etnia Peul, se habla Pulaar. Vamos a Dindefelo, a conocer un proyecto del Instituto Jane Goodall España para crear una reserva de chimpancés que será gestionada por la población local. De Kedougou a Dindefelo hay 15 kilómetros, pero sin carreteras (con apenas una pista para vehículos intrépidos), el recorrido demanda dos horas y media. El paisaje es de sabana laterítica, al pie del macizo del que nacen los ríos Gambia, Senegal y Níger, un lugar donde las temperaturas aumentan porque el aire ha dejado de respirar mar, con termiteros que parecen pirámides y cascadas de película.

El viaje, la inquietud, el deseo y las contradicciones. De eso también habla Tukki, la huella ambiental, un documental producido por IPADE, relatado por un senegalés que hace el camino inverso al que acabamos de describir. Es la travesía de los que bajan de las tierras erosionadas y los ríos “que envejecen”; en este caso, de Tambacounda hacia Dakar, en busca de esta Europa que les acerca la cámara para contar sus experiencias. “Tukki”, que significa “viajar” en wolof , nos presenta a un maestro de escuela de Kolda que cuenta que lo primero que dibujan sus alumnos es un coche o un avión. No quieren jugar a imaginar las cosas que les son propias, sueñan con irse. Y así envejecen los pueblos: “Es como una segunda esclavitud; se van los jóvenes, de nuevo”, apunta, contundente, Dienava Tall, directora de la escuela. Entretanto, Mammadou Lamine Niasse, representante del colectivo nacional de pescadores de Dakar, alerta: “Si no nos ocupamos del medio ambiente, el medio ambiente vendrá a por nosotros”. Y el presidente de la Comunidad de Ziguinchor habla de dignidad: “los senegaleses no vamos a ser esclavos de nadie a cambio de nuestro desarrollo”.

Y tú apenas pasas unos días en Dindefelo, de los que te vuelves con el sabor del arroz con frijoles y salsa de cacahuete. Y con la sensación de alivio al calor que llega en las noches de viento, justo antes de que te iluminen fuerte los rayos. Te quedan esas despreocupadas noches de tormenta en una choza. Porque África te hace sentir inmortal o porque nada tiene ya vuelta atrás.
Lo cierto es que “mañana podemos estar muertos”, según dicen los seguidores de Mahoma, y entonces sólo cabe expresar un “inshallah” (“ojalá”) como deseo. Aquí un mosquito puede significar la muerte, así de lábiles somos. Y por eso nadie tiene derecho a ser pretencioso con planes que sólo pertenecen a Dios. Te llevas la relatividad como el mejor de los conceptos y la sensación de que todos, nosotros y el otro, podemos volver a aprender a vivir según el ritmo de las cosas. Y cargas con el abanico roto en el Niokolo Koba, porque algún día lo arreglarás.

Nota: este texto contiene fragmentos de un artículo aparecido en el suplemento dominical del diario argentino La Voz del Interior, el 3 de octubre de 2010.